El pasado sábado fallecía Carmelo Ortiz de Elguea, un artista vitoriano fundamental para entender y apreciar el arte vasco. Supo, junto a otros creadores, canalizar los aires de cambio que emergían fuera de nuestras fronteras durante mediados del siglo XX, trayéndolos a nuestra ciudad en un contexto marcado por fuertes restricciones culturales y políticas. Su capacidad para integrar lenguajes universales en la escena vasca lo consolidó como un referente de primer orden.
Carmelo fue un
revolucionario silencioso, cuyo lenguaje visual osciló entre la figuración de
sus inicios y la abstracción, que le acompañó durante toda su trayectoria
artística. Su obra, profundamente conectada con el paisaje, buscaba captar las
esencias que trascienden la representación clásica. Esta orientación hacia lo
abstracto definió su manera personal de interpretar el mundo.
En pleno
franquismo, su generación rompió con el imperante paisajismo vitoriano liderado
por el grupo “Pajarita” para abrir nuevas narrativas visuales. Ortiz de Elguea
formó parte del grupo Orain, un colectivo gazteiztarra que, junto a Emen de
Vizcaya, Gaur de Guipúzcoa y Danok de Navarra, constituyó en 1966 la Escuela
Vasca bajo la batuta de Jorge Oteiza. Orain, integrado por Joaquín Fraile, Juan
Mieg, Jesús Echevarría, Alberto Schommer y el propio Carmelo, desempeñó un
papel esencial en la transformación del arte vasco, cuestionando los valores
imperantes y posicionando las artes visuales como un espacio de reflexión y
experimentación.
La obra de
Ortiz de Elguea, como todo arte netamente visual, trasciende idiomas y
fronteras, invitando a públicos diversos a reinterpretarla. La pintura no
necesita traducción, como ocurre con la literatura o el cine; su lenguaje es
directo, universal.
Hoy recordamos
a Ortiz de Elguea como un puente entre generaciones, un artista que rompió
moldes y demostró que el arte puede ser innovador y profundamente humano. Su
trayectoria nos remite a una época en la que las artes visuales desempeñaban un
papel cultural más significativo, siendo un espacio de transformación y avance.
Con Carmelo,
nos despedimos de uno de los últimos representantes de aquella generación que,
en su momento, revolucionó la escena artística vasca, Su obra, profundamente
enraizada en su tiempo, pero universal en su alcance, permanece como un diálogo
abierto. Un diálogo, sin embargo, que solo podrá continuar si somos capaces de
reconocer el papel vital del arte en una era marcada por la globalización, el
pensamiento líquido y el flujo constante de información digital. En un mundo
donde los bits parecen dominarlo todo, el arte es como un ancla que nos
recuerda la importancia del pensamiento lento, de la conexión con lo tangible y
de la necesidad de preservar espacios para la reflexión.
Aunque Carmelo
ya no esté, su obra sigue ahí, siendo un testimonio de que el arte, en todas
sus formas, tiene la capacidad de trascender tiempos, lugares y generaciones.