La reelección de Trump como presidente de los Estados Unidos abre un capítulo cargado de incertidumbre para el mundo de la cultura. La experiencia de su primer mandato ya sentó un precedente claro: la cultura y las artes ocupan un lugar marginal en ese “ismo” retrógrado que es el” trumpismo”. Frente a las esperanzas de quienes defienden el arte como herramienta crítica y vehículo de transformación social, su vuelta al poder representa un desafió que trasciende fronteras.
El desdén de Trump hacia las instituciones culturales no es nuevo, pero su simbolismo no puede subestimarse. Proponer recortes al National Endowment for the Arts y otras entidades clave fue más que un gesto de austeridad: fue una declaración de principios. Para Trump, el arte no es un derecho ni un bien público, sino un lujo prescindible. Este enfoque amenaza con erosionar el tejido cultural de una sociedad ya profundamente dividida, dejando claro que, en su visión, las artes no deben incomodar ni interrogar, sino conformarse y entretener.
El lema “Haz América grande de nuevo” no solo fue un slogan político, sino un marco ideológico que permeó la esfera cultural. Su apelación a una nostalgia idealizada por un pasado ficticio genera una narrativa excluyente, donde la diversidad y el pluralismo son vistos como amenazas. En este contexto, el arte se convierte en un campo de resistencia esencial: su capacidad para cuestionar, incomodar y ofrecer nuevos relatos es más urgente que nunca.
Sin embargo, el arte tiene la capacidad de sobrevivir incluso en contextos adversos. Durante el primer mandato de Trump, surgieron movimientos artísticos que lo enfrentaron de manera directa, como el "Art Strike" o las múltiples iniciativas lideradas por artistas para visibilizar las injusticias de su política migratoria, racial y ambiental.
En el plano internacional, el “trumpismo” podría tener un impacto significativo. Su desinterés por los acuerdos multilaterales y su tendencia al aislacionismo amenazan con restringir los intercambios culturales entre Estados Unidos y otros países. Las artes visuales, las coproducciones cinematográficas y los intercambios académicos podrían enfrentar mayores barreras, limitando el enriquecimiento mutuo que surge de la colaboración global. Además, la narrativa de “América primero” podría empobrecer el ecosistema cultural al reducir la exposición a perspectivas diversas.
La cultura, por definición, es un terreno de lucha ideológica. No es neutral. Cada obra, cada gesto… es una declaración de principios. La política cultural de Trump nos convoca a redoblar esfuerzos para defender la libertad de expresión, garantizar espacios para el pensamiento crítico y mantener vivas las voces disidentes. En un contexto en el que el poder busca instrumentalizar la nostalgia y perpetuar divisiones, también se abre una oportunidad para que el arte reivindique su papel esencial: ser un espejo incómodo de la sociedad y una brújula hacia horizontes más justos y humanos.