Jubilarse, y cobrando, es un derecho. Queda así recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Una declaración que tiene poco de universal, porque realmente en el mundo la mayor parte de la población no puede jubilarse. No hay más que echar un vistazo a los sistemas de pensiones de la mayoría de países “en vías de desarrollo” para constatarlo. La jubilación, en cualquier caso, es un invento europeo que no llega a los dos siglos de edad. Aunque, si realizamos una labor arqueológica de los sistemas de pensiones, encontramos precedentes anteriores. En tiempos de la antigua Roma, a los soldados que habían batallado como mínimo década y media su Gobierno les donaba terrenos para que pudieran cultivarlos. Un sistema que, al poco y por las quejas de los terratenientes, fue sustituido por el de un pago único de doce años de sueldo: el Aerarium militare. Aunque, no nos engañemos, el objetivo no era filantrópico: se trataba de que los ex-soldados no diesen ya guerra. Que estuvieran tranquilos gastando sus dineros y no se levantaran en armas contra el imperio romano. En cualquier caso, lo habitual a lo largo de la historia de la humanidad era que las personas trabajaran hasta poco antes de morir. Sí que es verdad que si los ancianos o enfermos no podían ganarse el pan con el sudor de su frente, sus familiares, fundamentalmente, se hacían cargo de ellos.
La jubilación, según comentan los expertos, no deja de ser una manera de sobornar a los trabajadores más veteranos para que dejen paso a los más jóvenes. Si no fuera así, habría menos oferta laboral de la que hay.
¿Pero qué sucede con las personas que no quieren jubilarse? En la mayoría de las ocasiones podrán seguir trabajando, pues estamos hablando de un derecho, no de una obligación. ¿Pero quién no querría dejar de trabajar si el sueño más acariciado del común de los mortales es que le toque “el Gordo” de lotería para no dar palo al agua el resto de su existencia? La contestación es sencilla: no quiere jubilarse aquel que disfruta con su trabajo como es el caso de actores, escritores, directores de cine, artistas, arquitectos… Dicen muchos estudios, además, que trabajar prolonga la vida. Suponemos que se refieren a ese tipo de trabajos y no al de estar de sol a sol doblando el espinazo.
Pero si trabajas para una institución pública, la jubilación es forzosa a los 65 años, con algunas excepciones como puedan ser las labores de magistrados y jueces. Da igual si te gusta tu trabajo o no: la jubilación es obligatoria.
Hace unos días se jubilaba Daniel Castillejo después de toda una vida (laboral) dedicada al arte desde un paraguas institucional: director de la sala Amárica, director del Artium, director de la colección permanente también de Artium, conservador de dicha colección… Un valor humanbo, por lo tanto, que pierde ahora el arte local. Esperemos, deseamos, que se trate solo de una merma para la cultura institucional y que Castillejo siga en activo fuera de ella.