En este mundo hipertecnológico en el que nos toca vivir actualmente, se nos puede antojar anacrónico el hecho de que todavía nos sigan atrayendo como el azúcar a la moscas esas maquetas o dioramas que podemos ver en museos de toda índole: de ciencias, navales, etnográficos, de historia natural, antropológicos… Porque, confesemos: ¿quién no se siente fascinado observando una reproducción realizada manualmente, con arte y oficio, de alguna escena de nuestro mundo? Su manufactura, la creatividad e ingenio del modelista para representar un hecho, un vehículo, un edificio… son ingredientes que nos maravillan más que la sofisticada tecnología utilizada para producir esos hiperrealistas mundos de realidad virtual. Quizá porque observando un belén, o una reproducción de una célebre batalla, tenemos la sensación de que nosotros también podríamos crear algo similar. Regresamos por un momento a esa infancia en la que jugábamos con muñecos y objetos para desplegar a golpe de imaginación fantásticas situaciones.
Muy pocos son los que se acuerdan que hubo una gloriosa época
anterior a la invención del cine en la que el diorama triunfaba como medio
popular de entretenimiento. No dejaba de ser un nuevo arte que, en el siglo
XVIII, se desarrollaba como expansión amplificada de la escenografía teatral. Un
arte que arranca en 1781, cuando Jacques de Loutherbour en Londres
construye dentro de amplias estancias gigantescas pinturas circulares iluminadas
desde lo alto. Con una visión central de 360º alrededor del espectador, lograba
en este la ilusión de estar inmerso en una realidad “virtual”. A principios del
siglo XIX, uno de los que más tarde fuera precursor de la fotografía, Luis
Daguere, introduciría en el diorama nuevos elementos -como juegos de luces,
transparencias, efectos sonoros, elementos en relieve- consiguiendo recrear con
gran realismo distintas escenas que convertirían a este medio en un gran
espectáculo de masas. Daguere incluso construía los edificios que albergaban
sus creaciones. Las zonas del público estaban compuestas por asientos sobre plataformas
giratorias que, tras el visionado de una primera escena, giraban hacia una
segunda. El gran espectáculo solía durar quince minutos.
Pero no es necesario ser tan sofisticado con la creación de
una maqueta o diorama para que la magia se produzca. Los llamados “dioramas de
caja”, se montan –como su propio nombre indica- dentro de una caja en la que en
una escala mucho menor que la real se desarrollan la escenas representadas.
Estos días podemos ver un espléndido ejemplo de ello si nos acercamos al
escaparate del espacio cultural Zas, situado en la plaza de San Antón. El
fotógrafo, realizador y artista Jorge Salvador, bajo el título “Universos
diminutos” recrea utilizando figuras de modelismo y diversos objetos varias
escenas con trasfondo crítico y social. Un total de once diminutas
escenografías en las que podemos sumergirnos como si fueran gigantescas
creaciones de Daguere.