En los últimos años la palabra “populismo” se asoma insistentemente en los medios de comunicación y se infiltra, incluso, en nuestra cotidianidad. Curiosamente, sin que entendamos exactamente su significado, el vocablo nos suena negativo. Si además lo adjetivamos, puede usarse a modo de insulto: populista. Un apelativo que lo mismo nos sirve para referirnos a un presidente venezolano o a uno norteamericano; a un político de izquierdas o a uno de derechas. Aunque realmente no existe partido político o movimiento social alguno que se defina así mismo como “populista”. ¿De dónde procede este término? Hay que remontarse a la Rusia de finales del siglo XIX para toparnos con la palabra “narodnichestvo” –término que luego fue traducido a otras lenguas de diversos países de occidente como “populismo” - que denominaba a un periodo del inicial movimiento comunista en el que se arremetía contra educadores, artistas e intelectuales pues, según los militantes comunistas, eran éstos los que tenían que aprender del Pueblo y no erigirse como sus guías. Obviamente esta manera de hacer política agradaba al pueblo y desagradaba a los intelectuales. En definitiva: el “populista” apela emotivamente a la ciudadanía y le ofrece una batería de soluciones simples a sus complejos problemas.
El populismo, obviamente, también puede ser cultural. Cuestión ésta nada complicada, pues todo el mundo dice entender tanto de arte y de cultura como de política. La cultura populista es típica de nuestras desgastadas democracias y, curiosamente, puede ser apoyada tanto por gobernanzas de izquierdas como de derechas proponiendo una cultura “desde la ciudadanía”, “desde el pueblo”. Hacen ver que así reivindican y ponen el valor el pensamiento, la historia, la vida de las “clases populares”. Pero no podemos obviar que esas clases, como todas, no dejan de estar condicionadas por los poderes políticos y económicos de rigor a través de la propaganda o la publicidad. Poderes que están interesados en el rédito económico o electoral. La paradoja de la cultura populista que se camufla bajo el sello de lo popular y participativo es que puede terminar siendo cadena de transmisión de las élites financieras y políticas que les gobiernan. Por otra parte en una cultura populista el pueblo cumple la doble función de ser productora y consumidora de cultura con lo que se acaba destruyendo la propia autonomía del arte siendo “juez y parte” y reduciendo así su rica complejidad. Una complejidad que no implica, como muchos defensores del arte popular esgrimen, que tenga que ser sinónima de elitismo.
El arte y la cultura populista generan obras que no requieren para su productor o consumidor un alto grado de nivel cultural o formativo. El populismo cultural, en resumen, empobrece a nuestra sociedad pues funciona en base al “gusto de una mayoría”. Es una cultura de lo previsible, de más de lo mismo. No nos dota de herramientas, por lo tanto, para afrontarnos a lo imprevisible. No mira hacia el futuro.
El populismo, obviamente, también puede ser cultural. Cuestión ésta nada complicada, pues todo el mundo dice entender tanto de arte y de cultura como de política. La cultura populista es típica de nuestras desgastadas democracias y, curiosamente, puede ser apoyada tanto por gobernanzas de izquierdas como de derechas proponiendo una cultura “desde la ciudadanía”, “desde el pueblo”. Hacen ver que así reivindican y ponen el valor el pensamiento, la historia, la vida de las “clases populares”. Pero no podemos obviar que esas clases, como todas, no dejan de estar condicionadas por los poderes políticos y económicos de rigor a través de la propaganda o la publicidad. Poderes que están interesados en el rédito económico o electoral. La paradoja de la cultura populista que se camufla bajo el sello de lo popular y participativo es que puede terminar siendo cadena de transmisión de las élites financieras y políticas que les gobiernan. Por otra parte en una cultura populista el pueblo cumple la doble función de ser productora y consumidora de cultura con lo que se acaba destruyendo la propia autonomía del arte siendo “juez y parte” y reduciendo así su rica complejidad. Una complejidad que no implica, como muchos defensores del arte popular esgrimen, que tenga que ser sinónima de elitismo.
El arte y la cultura populista generan obras que no requieren para su productor o consumidor un alto grado de nivel cultural o formativo. El populismo cultural, en resumen, empobrece a nuestra sociedad pues funciona en base al “gusto de una mayoría”. Es una cultura de lo previsible, de más de lo mismo. No nos dota de herramientas, por lo tanto, para afrontarnos a lo imprevisible. No mira hacia el futuro.