Hasta hace un par de décadas -como mucho- la decoración de los
despachos de abogados, médicos, arquitectos… arrojaba muchas pistas sobre el
nivel profesional de los susodichos. Si estos exhibían obras de calidad, esa
circunstancia era un subjetivo pero relevante indicativo del buen nivel de los
profesionales en cuestión. El arte, por tanto, funcionaba como tarjeta de
presentación del especialista culto, instruido. Un profesional no sólo ducho en
lo suyo, sino también comprometido con la cultura. Un arte que era, además,
producto de los artistas locales del momento. Gran matiz este: no sólo el
profesional liberal apreciaba el arte sino que, además, apostaba por la
creación cercana. Pues médicos, abogados, arquitectos, era muchas veces conscientes
de que estaban realizando una necesaria labor de mecenazgo. Entendían que adquiriendo
obra local estaban abonando la cultura de su entorno. Es más: muchas veces entre
profesionales y artistas se creaban vínculos de amistad y complicidad.
Por otra parte, también las cafeterías, bares, hoteles, empresas,
bancos, negocios que se preciasen ser amantes del arte compraban obra a los
artistas locales.
No sé muy bien en qué momento todo esto cambió. Quizá con el
fenómeno de la globalización y de la espectacularización de la cultura. De repente
el arte de interés ya no era el local, sino el internacional. Y sólo unos pocos
artistas de proyección universal empezaron a formar parte de las grandes
colecciones públicas y privadas que también querían ser internacionales. Pero
claro, los costes eran otros. Coleccionar obra de estas estrellas del arte rea
algo al alcance de muy pocos. El profesional liberal no se podía permitir comprar una obra de un
reconocido artista extranjero. Por otra parte, este ya no era un potencial
amigo, sino un siempre lejano desconocido. La conexión entre ambos mundos se
rompió. En paralelo, el arte local empezó a perder prestigio. Obviamente el
coleccionismo público cometió un gran error alimentando esa dinámica
mundialista. Dinámica que se mantiene hoy en día. Y así cuando uno viaja por
los museos de arte contemporáneo del mundo los nombres de un grupo reducido de
artistas se repiten hasta la saciedad. ¿A qué se debe esto? ¿Quizá al hecho de
que estos equipamientos se destinar a atender a unos turistas culturales de
gustos globales? ¿Quizá porque los propios museos tienen que legitimarse a sí
mismos demostrando que tienen contacto con el arte internacional del momento?
Y nuestra Diputación declara
ahora que el año que viene no se va a comprar arte. Bueno, bien poco afecta esto
al paupérrimo escenario de la creación local. Obviamente no son tiempos para
derrochar dinero en obras caras ni espectáculos. Pero si ya ni para comprar
arte o programar distracciones sirven lo mejor es que bajen la persiana. Y ese
gasto nos ahorramos. O que hagan algo por la cultura local. Que para eso no
hace falta invertir millones.
