Hace unos días, el Gobierno Vasco anunciaba con entusiasmo un aumento del 21% en las ayudas destinadas al cine y la televisión, elevando a 8,8 millones de euros la financiación para largometrajes, cortos y series. Es, sin duda, una noticia positiva para el sector audiovisual. Pero el contraste con otras áreas del ecosistema cultural ha generado preocupación en numerosos ámbitos de la creación.
Mientras el audiovisual gana
presencia y respaldo institucional, programas como Bitartez y Sorgune
—que han sido esenciales para el desarrollo de proyectos culturales de base—
sufren recortes o se enfrentan a un futuro incierto. Bitartez ha visto reducida su dotación
presupuestaria en un 60% en 2025, pasando de 500.000 a 200.000 euros. En cuanto
a Sorgune, los rumores sobre su posible
desaparición a partir de 2026 no han sido desmentidos, lo que ha alimentado una
lógica y creciente inquietud. Ambos programas han sostenido iniciativas que
desbordan las categorías tradicionales: artes visuales, escénicas, literatura,
música, bertsolarismo, cine experimental… han encontrado en ellos un marco para
el riesgo, la creación colectiva, la mediación y los formatos híbridos.
No se trata solo de un recorte
económico, sino de una orientación política que tiende a reforzar la lógica de
la rentabilidad y la productividad inmediata. En esa deriva, comienza a
perfilarse una distinción ideológica: hay sectores considerados “productivos”,
con retorno visible, dignos de inversión; y otros clasificados como
“improductivos”, que se toleran mientras no incomoden. Es una visión reductora
de la cultura, que deja fuera precisamente aquello que amplía el horizonte
simbólico y crítico de una sociedad.
El debate no debería situarse
entre disciplinas o formatos, porque el ecosistema cultural es
interdependiente. La industria cinematográfica —que hoy incrementa su
financiación— se apoya también en músicos, escritores, diseñadores de
vestuario, artistas visuales, escenógrafos, ilustradores, fotógrafos, creadores
de decorados o de storyboards. Muchos de estos perfiles se forman y desarrollan
en los márgenes, en espacios sin etiqueta, sostenidos por programas ahora
amenazados. Las prácticas más experimentales cumplen una función de
investigación y desarrollo cultural que, aunque poco visible, nutre al
conjunto.
El respaldo público a la
cultura no es una opción decorativa ni un gesto generoso: es una obligación
democrática. Así lo reconocen la Constitución Española y los marcos normativos
de los países que consideran a la cultura un bien común. Programas como Bitartez y Sorgune
no son lujo ni exceso: son herramientas que garantizan diversidad, profundidad
y pensamiento en el tejido cultural.
Lo que está en juego no es solo
el futuro de unas ayudas concretas, sino el modelo de política cultural que se
está construyendo. Un modelo que debería entender la cultura no como gasto,
sino como inversión democrática. No como adorno, sino como estructura de
sentido.