Una tormenta solar. Un sabotaje. Un fallo en cadena. El motivo exacto importa poco. Lo cierto es que, durante unas horas, la península Ibérica se apagó. Se apagaron los móviles, los ascensores, los semáforos, las neveras. Las calles perdieron su resplandor artificial. El apagón no fue un incidente, sino un síntoma.
Desde hace años, el cine y la literatura han ensayado este escenario. Apagón (2022), la serie de Rodrigo Sorogoyen y otros directores, construye un mundo en el que la electricidad desaparece de pronto. No hay electricidad, pero tampoco hay red, gobierno, rutina. Cada capítulo aborda un derrumbe parcial: la escuela, el hogar, la violencia, la supervivencia. En The Trigger Effect (David Koepp, 1996), una pareja se ve atrapada en una espiral de desconfianza y miedo tras un corte eléctrico prolongado. Blackout (Larry Fessenden, 2022) explora el apagón como ambiente propicio para la licantropía, pero también para mostrar qué sucede cuando la tecnología ya no protege, sino que falla.
La electricidad no es un lujo moderno: es el sistema nervioso de nuestras sociedades. Sin ella, la cadena alimentaria se interrumpe, las comunicaciones se caen, los hospitales no funcionan, los cuerpos se congelan o se recalientan. Pero el apagón también desvela la fragilidad de una civilización que ha delegado su autonomía a una energía invisible. ¿Hasta qué punto somos capaces de vivir sin red? ¿Cuánto de nuestra libertad depende de estar siempre enchufados?
Hay novelas que imaginan ese mundo posteléctrico. En The Road (Cormac McCarthy), la oscuridad no es sólo literal: es moral, física, total. En Station Eleven (Emily St. John Mandel), una pandemia borra la civilización, pero deja espacio a una troupe de teatro que recorre Norteamérica representando a Shakespeare. No hay electricidad, pero hay arte. No hay luz, pero hay relato. Y quizá ahí esté la cuestión: ¿qué queda cuando se apaga todo?
Porque, aunque nos pensemos universales, hay millones de personas que viven al margen del sistema eléctrico global. Comunidades rurales, pueblos indígenas, zonas de guerra o pobreza extrema. La vida sin electricidad no es un apocalipsis: es la realidad cotidiana para muchos. ¿Qué mirada proyectamos cuando asumimos que la falta de luz equivale al colapso? ¿No revela eso cierto sesgo, cierta arrogancia tecno-occidental?
El apagón, más allá del susto, puede ser también una grieta en la rutina. Una posibilidad de pensar la energía no como un derecho automático, sino como una elección política, técnica y cultural. ¿Qué tipo de energía queremos? ¿Para quién? ¿A qué precio?
Durante ese breve lapso sin electricidad recordamos que la red es frágil, que nada garantiza su continuidad y que eso que damos por hecho —la luz, los datos, el agua caliente, la conexión— es, en realidad, un pacto vulnerable. Tal vez el apagón ya haya pasado. Pero, en cualquier caso, la tinta de un libro no se apaga. La pintura de un cuadro, tampoco. Y el cerebro, cuando piensa, sigue encendido.