Ayer, en el recientemente inaugurado espacio cultural para jóvenes creadores llamado Labe, se celebró un pequeño curso destinado a artistas emergentes. La idea detrás de esta actividad era que los veteranos en la materia compartieran su experiencia con aquellos que anhelan adentrarse en el sinuoso mundo del arte, una vocación que, como sabemos, suele traer pocas recompensas económicas a una mayoría, y muchas a una minoría. Estos cursos a menudo generan un choque entre los asistentes, donde los jóvenes artistas son como brotes recién florecidos, mientras que los profesores son como árboles ya crecidos. La inexperiencia y el desconocimiento chocan con la sabiduría y la experiencia. Son como el cielo y la tierra. Pero, en definitiva, ambos paisajes se necesitan mutuamente, retroalimentándose. Pues incluso los veteranos aprenden de la frescura y la audacia de los jóvenes.
Existen innumerables obras de cine y literatura que exploran qué sucedería si estas dos dimensiones, juventud y madurez, se entrelazaran en un mismo plano. ¿Qué ocurriría si pudiéramos retroceder en el tiempo, volver a nuestra juventud, pero manteniendo nuestros conocimientos actuales? Sería como volver a empezar, evitando los errores cometidos en nuestras vidas. En el caso de un artista, podría emplear su experiencia actual para crear un arte refinado, meditado y maduro, y además, saber cómo difundirlo de manera más efectiva. En resumen, eso es lo que implica la educación. Pues aunque sepamos que no podemos retroceder en el tiempo, nos esforzamos por transmitir nuestros conocimientos a las generaciones más jóvenes, sean alumnos o hijos. Sin embargo, esto no es una tarea sencilla.
¿Por qué algo que en teoría debería ser tan fácil se vuelve
sumamente complicado? Después de todo, si soy un padre o maestro que ha vivido,
digamos, treinta años más que un alumno o hijo, debería ser sencillo
transferirle mi conocimiento. Sería como traspasar los datos de un viejo
ordenador a uno nuevo. Pero no somos simples máquinas. Nuestra experiencia,
nuestra vida, no se reduce a meros datos. Por más que intentemos transmitir a
alguien más joven, por ejemplo, los peligros de ciertas drogas, quizás porque
los hemos vivido en carne propia, esa persona podría creer que lo que le
contamos no necesariamente le ocurrirá a ella si decide experimentar con esas
sustancias prohibidas. Podría pensar que ha pasado mucho tiempo desde nuestros
días de juventud, que el mundo ha cambiado y que nuestras palabras pertenecen
al pasado. Sin embargo, tal vez, como nos ha sucedido a nosotros en el pasado,
cuando esa persona joven madure un poco, recordará nuestras palabras en el
momento oportuno. Y le serán de utilidad. Es posible que la experiencia que
compartimos tarde en arraigar. La educación bien podría considerarse como una medicina
que actúa con cierto retraso. Por eso nunca debemos dejar de compartir lo que
hemos vivido, intentando lograr ese necesario trasvase de conocimientos y
cultura.