El Black Friday (“Viernes negro”) se ha convertido por estas fechas en todo un acontecimiento mundial del consumismo. Dicen que su peculiar nombre proviene de un profano milagro: los saldos de los comercios mutan ese día de números rojos a negros. Otra cuestión sería hablar de los colores de los números de las cuentas de la ciudadanía, llámese ahora “clientela”. Nadie niega que vivamos en una sociedad de consumo. Pero tampoco se puede obviar que el dinero es un gran invento. Antes de la existencia de la moneda, el trueque era la base de la economía. Un sistema que aún en día se sigue utilizando. Argentina es un buen ejemplo de sociedad en la que siguen funcionando las redes de trueque debido a la honda crisis económica con una moneda que se devaluaba en los años noventa cada hora. Los argentinos contaban a principios del siglo XXI con más de 400 clubes de trueque, que aglutinaban a 2,5 millones de usuarios. Y en el resto del mundo, también comenzó a utilizarse esta forma de intercambio, ajena al dinero, engrasada por el uso de Internet.
Pero un colectivo –por llamarlo de alguna manera- que
siempre ha usado el trueque ha sido el de los artistas. Como se dice el pecado,
pero no el pecador, podemos contar que en nuestra ciudad algunos paisajistas en
los años sesenta ya cambiaban sus cuadros por ropa y calzado en algunos
florecientes negocios hoy ya desaparecidos o en vías de extinción. Pero no hay
que irse tan cerca: durante una década, en los años setenta, el artista español
Salvador Dalí pagaba con sus dibujos los servicios que le prestaba un dermatólogo.
Y no lo hacía porque carecer de dinero, sino porque consideraba que su arte era
dinero en sí. Obviamente el médico salió ganando con los trueques. También es
conocido el caso de Pablo Picasso, quien pagó durante un cuarto de siglo los
servicios de su barbero, Eugenio Arias, con obras. Aunque también cuentan de él
una anécdota que muchos toman como cierta: Picasso estaba con unos cuantos
poetas y pintores como Jean Cocteau, Guillaume Apolinaire, Georges Braque, Juan
Gris… en un restaurante. Después de comer bien, cuando llegó la abultada cuenta,
el malagueño realizó uno de sus dibujos en una servilleta y se la dio a la dueña
del restaurante como pago. La propietaria se alegró aunque le pidió al pintor
que la firmara. Pero el artista le respondió: “Estoy pagando el almuerzo, no
comprando el restaurante”. Chulería andaluza. También el pintor Stephen
Koekkoek, en los años veinte del siglo pasado, pagaba los hoteles con sus
cuadros. Aunque era frecuente que destruyera muebles y puertas de los hoteles
donde se hospedaba para pintar sobre sus superficies. Mataba así dos pájaros de
un tiro.
Finalmente, podemos nombrar al artista norteamericano James
Stephen George Boggs que dibuja los billetes con los que paga. Eso sí: no son falsificaciones
pues sustituye la cara de Lincoln o de la reina de Inglaterra por la suya
propia. Aunque, a veces, no le aceptan ese trueque y tiene que tirar de VISA.