Hace unos días, en una mesa redonda que tuvo lugar bajo el paraguas del Primer Festival de Humor de Gasteiz bautizado como Komedialdia, se discutía sobre la salud de nuestra cultura. Diferentes agentes culturales locales provenientes de diversos sectores compartían sus opiniones con un público interesado en tomar el pulso a nuestra cultura cercana. Una vez más, no había representante institucional alguno entre la audiencia. Ninguna concejala ni diputada de cultura. Ninguna directora de un museo de arte. Como si el asunto no fuera con sus cargos. ¿Por qué este desprecio hacia los sectores culturales locales? “Ojos que no ven…” O mejor dicho: “Oídos que no escuchan…”
Nunca la distancia entre la cultura institucional pública y
la cultura ciudadana, privada, ha sido tan grande como ahora. Y también es verdad
que nunca el silencio de nuestros sectores culturales había sido tan largo y
profundo. Nadie abre la boca. Se echa en falta la crítica constructiva. Que se opine
sobre el trabajo de la “cultura oficial”. Que se opine sobre nuestro museo,
sobre el centro cultural Monterhemoso, sobre la sala Amárica, sobre las
inexistentes ayudas a los sectores del arte y de la cultura… Este silencio no
presagia nada bueno. Solo lo inane o lo exánime calla. Pero no deja de ser producto
de nuestras políticas culturales locales.
Durante décadas, cuando un cargo público en materia de
cultura ponía por primera vez su pie en su despacho, llamaba y entrevistaba a
representantes y colectivos de todos los sectores culturales cercanos. Era su
primera labor. Su primer deber sentido: pulsar la opinión de los trabajadores
culturales para ver su situación y con ella, la situación del ámbito cultural y
artístico de nuestra ciudad. Hace ya un par de legislaturas que esta sana
costumbre ha desaparecido.
Podemos establecer alrededor del año 2008 una serie de drásticas
rupturas en las relaciones entre ámbito artístico local y la cultura
institucional, que van a provocar el actual panorama anodino, acrítico, en el
que vivimos actualmente: no hay una presencia de artistas más allá del algún
esporádico acto expositivo. Estas rupturas anunciaban, ya de hecho, la
constatación de una progresiva pérdida de presencia social e influencia del
arte, de la cultura, y de los artistas en la vida de nuestra ciudad. En este
sentido es preciso recalcar el evidente y programado deslizamiento del arte
hacia terrenos que tienen más que ver con operaciones de imagen, promoción de
espectáculo y fomento del ocio, cuya consecuencia es, la "festivalización"
y banalización progresiva de la
programación cultural. Sólo la apuesta de algunos colectivos de artistas por
habilitar espacios para acoger actividades artísticas y culturales durante esta
última década ilumina un poco la triste foto de nuestro paisaje cultural.
“No hay cultura sobre nuestra cultura”, era una sentencia
que escuchamos en la mesa redonda de los agentes culturales locales.