Hace un par de semanas, un universitario perpetraba un acto
vandálico contra un cuadro de Picasso que estaba expuesto en la Tate Modern
Gallery de Londres. La semana que viene, el “angelito” será juzgado por este
delito. En 1914, una mujer asestaba siete puñaladas a la obra “La Venus frente
al espejo” de Velázquez cuando se exhibía en la Galería Nacional de Londres. En
1962, un pintor alemán arrojaba un frasco de pintura contra la obra de Leonardo
Da Vinci “La Virgen y el Niño con Santa Ana y San Juan el Bautista” expuesta
también en misma galería londinense. En 1972, “La Piedad”, de Miguel Ángel, recibía
quince martillazos del geólogo australiano Laszlo To!. Tres años después, un
profesor acuchillaba el lienzo «La Ronda de la noche» de Rembrandt ocasionándole daños
irreversibles. Aun siendo restaurado por un magnífico equipo de profesionales,
estos cortes sobre el lienzo de Rembrandt aún pueden verse. En 2012, un hombre
le arreaba un puñetazo a un lienzo del impresionista Monet expuesto en al
National Gallery de Irlanda. “La Libertad Guiando al Pueblo” de Delacroix, la
“Gioconda” de Leonardo Da Vinci o un mural de Mark Rothko también sufrieron
agresiones en su día. Hablamos de actos vandálicos realizados por personas en
solitario. Pero también podríamos departir sobre la destrucción de los templos
de Bel y Baal en Palmira o de las estatuas del Museo de la Civilización de
Mosul de manos de grupos yihadistas. De manera similar los conquistadores
españoles destruyeron toda expresión artística que no casaba con la religión
católica. Asimismo los griegos intentaron destruir las Pirámides cuando conquistaban
Egipto, aunque solo lograron agujerear un poco la de Micerinos. Pero más allá
de realizar la cuasi infinita labor de nombrar todas las obras de arte que han
sufrido ataques desde que el hombre es hombre o la mujer es mujer, quizá lo
sustancioso sería hablar del porqué de tanta tropelía contra el arte. Si es que
existe un por qué. O quizá existan varios.
Mucho se ha escrito sobre el fenómeno de la creación, sobre
el arte, pero muy poco sobre su destrucción. Algunos actos vandálicos tienen un
carácter reivindicativo. Más allá de tener alguna enfermedad mental, la persona
que atenta contra una obra maestra aprovecha la momentánea fama para lanzar su
mensaje de protesta. “La Venus del espejo”, por ejemplo, fue agredida por una protestona
activista feminista. O simplemente, como en el caso del universitario español, se
agrede el arte para buscar la notoriedad. Si nos remontamos al siglo IV a.C.
recordaremos el caso más relevante de destrucción artística cuyo fin es
alcanzar popularidad. Eróstrato, el 21 de julio del año 356 a.C., incendiaba el
Templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo. Perseguía
pasar a la posteridad. Y lo consiguió, pues el término erostratismo hace
referencia a la “manía que lleva a cometer actos delictivos para conseguir
renombre”, según la RAE.