Es fácil explicar por qué hay que invertir recursos públicos
en la creación de empleo. O en el medio ambiente. O en la educación y sanidad. Y
es sencilla tarea porque éstas son cuestiones tangibles. La faena se complica cuando
hablamos de defender la inversión de recursos públicos en algo tan intangible
como es la cultura. En los últimos años la dificultad para explicarnos nos ha
llevado a hacer trampas: hemos mutado lo intangible en tangible pues lo que es
concreto es más fácil de salvaguardar. Y así hemos argumentado, por ejemplo,
que el sector cultural en nuestro país genera el tres por ciento del Producto
Interior Bruto dando trabajo a medio millón largo de personas. O que el
turismo cultural genera 6.000 millones de euros al año. Todo ello es cierto, sí. Pero la cultura va mucho
más allá. La gente de la cultura lo
sabe.
Hace ya más de una década que "la ONU de las ciudades" (la CGLU) dejaba constancia en diversos documentos (la Agenda XXI de la Cultura, entre otros)
que la cultura es el cuarto pilar del desarrollo sostenible de cualquier
comunidad. Porque los desafíos a los que nos enfrentamos –o nos enfrentaremos
en el futuro- no se solucionan desde los otros tres pilares: el económico, el
social y el medioambiental. Es decir, las tres dimensiones más visibles de
nuestra sociedad, más tangibles, no sirven para resolver el cúmulo de problemáticas
que estamos viviendo. Ahí es donde entra la cultura. Como una intangible luz
que nos permite ver -y quizá resolver- los oscuros problemas sociales, medioambientales
y económicos en los que estamos inmersos. Con la luz de la cultura –llámese
conocimiento- podemos entender quiénes somos y hacia dónde queremos ir. Y lo
que también es muy significativo: nos lleva a admitir que todos estamos de paso
por estos mundos pero debemos trabajar para legar algo decente a las
generaciones que vienen detrás nuestro. El mundo, por lo tanto, no deja de ser
una obra de arte colectiva en la que todas las personas que lo habitamos
colaboramos en su construcción. O destrucción. Sólo desde la cultura podemos
comprender el esfuerzo que tenemos que hacer en aras de que esta obra pueda ser
disfrutada por nuestros descendientes: trabajar para el futuro, eso es cultura.
Admitamos que son los desajustes culturales los que generan la
mayoría de los problemas que nos dejan atenazados en el sofá mientras
observamos su despliegue en los noticiarios televisivos: terrorismo, barbarie,
guerras…
Es por esto que todos los gobiernos tienen que integrar la
perspectiva cultural en sus políticas. ¿Cómo se hace eso? Queda claro que no se
puede apostar por una cultura que forja adormecimiento y escapismo. La cultura no es un somnífero. La política tiene que descubrir en la sociedad
qué focos de conocimiento existen y abonarlos. Su labor no es fabricar cultura
sino regarla. La cultura surge de la ciudadanía. Y el problema de esta ciudad
en concreto es que las regaderas han estado estos últimos años secas. O regando lo que no hay que regar. La cultura, en definitiva, es un servicio social. Hacia ahí hay que dirigir el agua institucional.
