“Para qué dedicarse uno a hacer arte, si la
propia vida ya es arte” me decía hace unos días una amiga. Soltó esa sentencia
después de que un servidor le había dado el turre un rato largo acerca del
interés del trabajo artístico. Particularmente, sobre lo mucho que éste aporta
a cualquier persona que se quiera cobijar en él como artista, pues es una
actividad enriquecedora a muchos niveles para el que lo practica. La creación
nos eleva siempre, le explicaba a mi amiga. Siempre que no pensemos en el arte
como una profesión, como un mero medio de subsistencia económica, le matizaba.
Crear aporta intensidad a la vida, continuaba. Nos permite expresarnos,
sentirnos vivos. La creación, el proceso, es como un parto. La obra, como un
hijo, concluía.
“La vida ya es arte, por lo tanto no hace
falta eso que llamamos arte”, me respondía mi amiga. Cuando te sueltan algo
así, uno no sabe muy bien cómo responder. Sobre todo porque esas mismas
palabras podrían haber salido de boca de un servidor. Por lo tanto, responder a
ellas me resultaba algo así como contestarme a mí mismo. Una labor un tanto
neurótica. Así que me rendí.
Es verdad que uno piensa que quizá no sería
necesario el arte si nuestro mundo actual funcionase de otra manera. Ni
producirlo ni contemplarlo. Pues si todos viviésemos de una manera más
creativa, pensando que nuestra existencia es una obra en sí misma, sobraría el
arte. Si mirásemos la realidad que nos rodea como si esta fuera una gran obra
de arte y nos mirásemos a nosotros mismos de igual manera… sobraría eso que
llamamos hoy en día arte. Si nuestro trabajo, nuestras ocupaciones diarias
fueran actividades creativas, más gratificantes, intensas, conscientes,
sobraría eso que llamamos hoy en día arte.
El arte, como idea, no deja de ser un invento
bastante reciente. Es a partir del Renacimiento cuando en occidente acuñamos
ese concepto. Cuando se empieza a historiar la producción artística hacia atrás
y en el presente. Pero en otras culturas, ni siquiera existía el concepto
“arte”. Porque no era algo disociado de la vida. Lo chinos, por ejemplo,
valoraban tanto la arquitectura, la pintura o la escultura como la cerámica, la
seda o la caligrafía pues todo ello estaba integrado perfectamente en su
cultura. En el arte indio hasta su gusto por expresar la naturaleza tiene un
carácter religioso: lo natural no deja de ser algo sagrado.
Cuando en occidente acuñamos el término arte
es justo cuando empieza a desligarse de la vida. Y tuvimos que ponerle un
nombre a ese algo que se quería para que no se esfumara del todo. Por eso
disiento con mi amiga: gracias al arte la creatividad no ha desaparecido del
todo. Asombrarnos de todo lo que no rodea, como si fuésemos niños. Intentar
trabajar para vivir, y no vivir para trabajar, es algo casi imposible hoy.
Cultivar el arte de vivir no está al alcance de cualquiera. Por eso el arte
sigue siendo necesario. Pero ojalá un día desaparezca, fundiéndose de nuevo con
la vida.
