A lo largo de nuestras vidas, hay personas que –para bien o
para mal- forman parte de nuestra biografía. Porque les hemos conocido en
nuestra etapa de aprendizaje: niñez, adolescencia, juventud. Es inevitable: dejan
huella en nosotros, en nuestra manera de entender la sociedad, la cultura. Pues
nada nos más marca más, de una manera
muchas veces indeleble, que el contacto con nuestros semejantes. Por encima de
los libros que leemos, del cine que vemos…, aprendemos de las personas
próximas. Las tenemos al lado e influyen en nosotros. Nos calan. Con el arte
sucede lo mismo: más que el hecho de acudir a una charla, exposición o curso de
un artista internacional, aprenderemos de los creadores próximos. De una
manera, son nuestra familia.
Y así, los artistas de mi generación, cuando empezamos a
pergeñar nuestros primeros dibujos, pinturas, esculturas…, nos fijábamos
siempre en la generación que estaba, en lo relativo a la edad, inmediatamente
por delante de nosotros. Pues la brecha temporal no era excesiva y existían,
por tanto, muchas conexiones: les veíamos en la Facultad de Bellas Artes –ellos
estaban acabando la carrera y nosotros comenzándola-, alternábamos por los
mismos bares, acudíamos a sus exposiciones…. Con ellos hablábamos y de ellos
aprendíamos: nosotros estábamos empezando y ellos ya tenían –o nosotros lo
veíamos así- más bagaje, experiencia, tablas.
Uno de los artistas que influyó en su día en mi manera de
entender el arte fue Alfredo Álvarez Plágaro. Alfredo, a finales de los
ochenta, dibujaba cómics y pintaba. Algo muy habitual en aquellos años en
Vitoria. Recuerdo que artistas como Mintxo, Koko Rico, Ciprés, Landazabal,
Iñaki Cerrajería… alternaban ambos medios: cómic y pintura. También es verdad
que era la época en la que se encumbraba en el ámbito nacional e internacional
el expresionismo figurativo: el cómic se teñía de pintura y la pintura de
cómic. Ambos medios caminaban de la mano y se daban mutuamente de comer.
Plágaro empezó en los años noventa a crear “cuadros
iguales”: pintaba dos cuadros a la vez, intentando que no hubiera diferencias
entre ellos. Eran obras cargadas de una filosofía muy irónica porque realmente
todos los artistas se repiten, y a esa repetición se le llama “estilo”. Pues
bien: Alfredo llevó el concepto “estilo” al extremo y la repetición formó parte
consciente de su obra desde entonces. Una labor titánica e imposible, pues no
hay manera de aplicar dos pinceladas iguales. Siempre hay entre dos trazos de
pintura pequeñas variaciones. Sólo las máquinas son capaces de producir dos
objetos idénticos. Así que podemos afirmar que las obras de Plagaro son gemelas,
pero no idénticas. Y Alfredo primero empezó a crear series de dos cuadros
iguales, luego de cuatro, de ocho, de dieciséis… Como mismo declara, con mucha
ironía: «Lo más importante no es lo que es, sino que lo que es lo es varias
veces.»
Y estos días podemos ver los “cuadros iguales” de Alfredo
Álvarez Plágaro en Artium. Vayan a verlos.
