4.4.25

BINOMIOS PENDIENTES

Una de las debilidades estructurales del ecosistema cultural de Gasteiz es la escasa existencia de proyectos coconstruidos entre instituciones públicas y agentes independientes. Más allá de las políticas de subvención —que en el mejor de los casos permiten sostener determinadas iniciativas autónomas—, son pocos los ejemplos en los que se detecte una voluntad real de pacto, diálogo y corresponsabilidad entre quienes diseñan la política cultural y quienes la habitan desde la práctica cotidiana.

Esta carencia no es reciente. Tiene raíces en una concepción de la cultura basada en compartimentos estancos, donde cada parte cumple su función sin apenas interacción. Las instituciones gestionan, los colectivos ejecutan, y el marco de relación es casi siempre unidireccional: convocatorias unas cuantas, y convenios unos pocos. Se habla de colaboración, pero rara vez se construyen procesos compartidos desde el origen.

En el contexto local, buena parte del esfuerzo público se vuelca en el respaldo a festivales. Muchos de ellos también compiten en el sistema de ayudas. Pero los festivales, aunque puedan cumplir un papel de visibilización o animación puntual, no nutren el ecosistema artístico de forma sostenida. No generan empleo estable, ni infraestructura, ni oportunidades para la creación a medio plazo. Suelen estar más vinculados a la programación que a la producción. Lo que falta es estructura, continuidad y una mirada estratégica que vaya más allá de esos planes estratégicos que funcionan bien sobre el papel, pero que rara vez se traducen en acciones concretas.

En ciudades próximas, el panorama cambia. En Bilbao, por ejemplo, el Centro de Producción BilbaoArte —dependiente del Ayuntamiento— ha sabido vincularse con el tejido artístico mediante acuerdos estables. Incluso iniciativas como ZAWP —surgidas desde la autogestión— han terminado integrándose en estrategias municipales sin perder del todo su carácter experimental.

En Gasteiz, sin embargo, cuesta encontrar ejemplos similares. Y no es solo una cuestión de recursos, sino de voluntad política y confianza mutua.

El resultado es un tejido cultural más frágil, con menos capacidad para innovar, crecer o consolidarse. Cada colectivo, cada artista, funciona en paralelo, sin un marco que favorezca la articulación. La administración, por su parte, sigue entendiendo la cultura como un catálogo de actividades a contratar o subvencionar, en lugar de como un sistema vivo que requiere cuidado, escucha y tiempo.

No se trata de imitar modelos foráneos ni de romantizar la cooperación. Se trata de generar mecanismos que permitan que la relación entre lo institucional y lo independiente no se limite al trámite administrativo. Hay que repensar los modos de hacer juntos, explorar fórmulas que reconozcan el valor del conocimiento situado, del trabajo en red, de la iniciativa ciudadana.


Solo así podremos construir una cultura local menos precaria, más densa y más relevante.