Mucho se habla de la llamada “realidad virtual”. Una tecnología que ha llegado para quedarse, dicen. Nos ponemos unas gafas a modo de televisores en estéreo, con sensores de movimiento, buen sonido y nos sumergimos en ilusorios escenario. Una sensación totalmente inmersiva para nuestros sentidos. Los expertos aseguran que es ésta la tecnología actual con mayor proyección de futuro. Aunque, realmente, la idea que hay detrás es tan vieja como el propio ser humano: buscamos vivir otras realidades además de la nuestra. Nuestras propias vidas se nos quedan cortas o estrechas. Queremos desconectar de la rutina diaria, de la monotonía de nuestra existencia tan plana a veces. Siempre ha sido así. Lo hemos visto en el arte, “la gran mentira”, cuya esencia se basa en el juego de la representación.
Contemplamos una pintura de hace cientos de años y nos damos
un chapuzón en la escena representada. Utilizando nuestra imaginación como
herramienta podemos atravesar el muero del lienzo e introducirnos, por ejemplo,
en “Las Meninas” de Velázquez, la obra maestra del Siglo de Oro español. Podemos
dar un paso para saludar a la infanta Margarita de Austria rodeada de sus
sirvientes. O unos pasos más, y le damos la mano al propio Velázquez que se nos
muestra pintando el propio cuadro que estamos observando desde el exterior de
él. Todo ello lo podemos hacer si usamos nuestra fantasía como instrumento pero,
actualmente, sería posible sumergirnos en dicha obra utilizando unas gafas de
realidad virtual. La sensación sería mucho más real. ¿Pero sería más intensa?
Cuando acudimos al teatro, o disfrutamos una película ya sea
en nuestras propias casas o en el cine, vamos a la búsqueda de otras
realidades. Que son, obviamente, virtuales. Podemos ser espectadores de
guerras, romances, viajar a otras estrellas o al oeste americano de hace un par
de siglos… No parece haber límite geográfico o temporal. Algo similar sucede
cuando leemos un cómic o una novela. Pero realmente no es la sensación de estar
viviendo algo similar a lo real lo que nos hace regresar de nuevo a una sala de
cine o a una biblioteca. Lo que realmente nos atrae de la representación a la
que asistimos es lo que en ella se nos está transmitiendo y cómo lo están
haciendo. El modo y lugar son sólo complementos. Y así, esa película que vimos
hace años formará parte de nuestra memoria porque de alguna manera nos dejó su
impronta, nos sacudió, nos emocionó. Sin ser preciso que la hayamos visionado
con unos cascos de realidad aumentada.
El cuento que nos contaba nuestra madre, padre, abuelo o
abuela siempre será más valioso para nosotros que el primer día que con unas
gafas virtuales paseemos en un videojuego “3d” junto a Caperucita Roja para
ayudarle a matar al lobo. Pero quizá en un futuro a los niños ya no se les
narre cuento alguno y se les coloque un dispositivo en la cabeza que se
encargará de narrarles de manera hiperrealista cualquier aventura con mucho
continente pero poco contenido.