Si existe un arte total, este es el cine, pues puede fusionar
fotografía, literatura, teatro, arquitectura, cómic… Un arte, además, al que
podemos acceder cotidianamente: en las pantallas de televisores, ordenadores,
teléfonos móviles, cines… Pero, obviamente, no todo lo que visionamos es arte.
Más bien, poco de lo que vemos en formato audiovisual tiene que ver con este.
Llegados a este punto, podríamos reflexionar sobre lo que es o no es arte. O
sobre quién decide qué es o no es arte. Escabrosa cuestión de la que ya hemos
hablado en ocasiones. Pero no nos vamos a pasear por este laberinto para llegar
–o no- a inciertas conclusiones sobre qué cine es arte o no. Pues en la mayoría
de las ocasiones no es necesario ser un cinéfilo o un crítico cinematográfico
para discernir si el filme que estamos viendo es un mero entretenimiento o es una
obra que deja poso, que nos hace reflexionar, que de alguna manera nos sacude o
que incluso puede llegar a propiciar en nosotros un cambio en nuestra manera de
entender aspectos de nuestra realidad. Y así, hay filmes que vemos y olvidamos
rápidamente. Y otros, que forman parte ya de nuestra biografía, incluso de
nuestra consciencia.
Paradójicamente, los centros de arte y museos prestan escasa
atención al arte cinematográfico. Es cierto que, por ejemplo y refiriéndonos a
nuestro territorio, se programan ciclos de cine en nuestras infraestructuras
públicas y privadas, pero de manera casi anecdótica. Sabemos que de la
producción cinematográfica mundial, muy pocas películas llegan a las salas
comerciales. O a las pantallas de nuestros hogares. Pues, como el resto de las
artes, el cine es industria. Y si no es rentable económicamente, acaba siendo
invisible. En resumen, visibilizar ciertas piezas cinematográficas debería ser
uno de los objetivos de nuestros equipamientos culturales públicos.
Es cierto que en el Estado contamos con una red de
filmotecas dedicadas a comprar, catalogar, conservar, restaurar y visibilizar
material cinematográfico que en muchas ocasiones no ve la luz en los circuitos
comerciales. Una filmoteca, es un museo cinematográfico. Contamos con una por cada
autonomía y otra, la nacional y más importante, dependiente del gobierno
central. Pero la falta de presupuesto frena el trabajo de todas ellas. Desde la
española, por ejemplo, anuncian que más del 80% del cine mudo español se ha
perdido. La realidad es que en todo el mundo se han perdido el 95% de las
películas realizadas entre 1895 y 1919 (cuando en la Primera Guerra Mundial se
aprovecharon el celuloide y las sales de plata de las películas para uso
militar), el 80% de los rodados entre 1919 y 1931 y el 75% de los filmados
entre 1932 y 1950. Y el recurso digital no es la panacea: realizar un duplicado
óptimo de un rollo fílmico puede costar entre 3.000 y 6.000 euros.
En definitiva: poner en marcha un programa para preservar y
difundir el séptimo arte en el que participen todas las instituciones
culturales de nuestro país sería imperioso.