Que la cultura consiste en mucho más que la mera confección de productos
materiales e inmateriales destinados al mercadeo, es un hecho innegable. Pero
también hay que aceptar que esa dimensión, la del consumo, permite que en una
sociedad sea posible el hecho cultural y artístico. Si alguien dirige una
película, compone una melodía… de alguna manera tendrá que recibir una
compensación económica que le permita pagar sus facturas al final de mes. Es
decir: el artista no deja de ser un currela
que tiene que vivir de comerciar con el producto de su labor. Aunque posiblemente
no venda todo lo que pergeñe. O quizá no venda nada. Y, en ese caso, tendrá que
mantenerse gracias a los réditos de otras actividades: enseñanza, diseño… lo
que sea. Ya hemos comentado alguna vez que más de la mitad de las personas que
se dedican a estos menesteres tienen que trabajar en otros ámbitos para poder
vivir. Y que también más de la mitad de ellos no llegan a embolsarse el salario
mínimo interprofesional. En cualquier caso que un artista viva de la venta de
sus obras no es relevante a la hora de valorar su aportación a la sociedad. Un
ejemplo: un artista visual puede exponer sus piezas sin vender absolutamente
nada de ello pero el público habrá visto su trabajo. Pero claro, no le pagarán nada
al artista por este consumo visual y, esperemos, que intelectual. Lo mismo
sucede cuando alguien se lee un libro en una biblioteca o visiona una película
en una filmoteca. En todos estos casos el ciudadano le remunera al artista indirectamente.
¿Cómo? El museo que expone a un artista le paga –o debería- unos honorarios por
su trabajo, la biblioteca ha comprado el libro que presta a sus socios y el
escritor recibe un porcentaje –suele ser el diez por ciento del PVP- de la
editorial que lo ha vendido. En estos casos (bibliotecas y museos) el dinero
con el que se paga al creador sale de los impuestos que aporta la ciudadanía.
Porque se entiende que la cultura es un servicio social. Al que deben y pueden
acceder todos los ciudadanos. Y no solo los que pueden permitirse “el lujo” de
comprar libros, obras de arte... Y entrecomillo “lujo”, porque realmente el
consumo cultural directo está al alcance de muchos. Un consumo que permite que numerosos artistas puedan vivir para seguir creando. Un consumo que estos últimos
años ha bajado en nuestro país un veinticinco por ciento. Y ahí hay que echarle la culpa –o para ser más educados podríamos decir “hay que responsabilizar”-
a nuestro gobierno. Pues la subida en su día del IVA hasta un 21% por el señor
Rajoy nos ha situado en el país de la zona euro con el IVA cultural más alto:
5,5% de Francia, el 7% de Alemania, el 10% de Italia... Gracias a esta subida,
los creadores han salido perjudicados pues su trabajo es más gravoso para la
ciudadanía, museos, etc. Incluso las arcas de nuestro país se han resentido
pues han dejado de ingresar los impuestos correspondientes a ese 25 por ciento
perdido. Absurdo.
