Hay dos maneras bien distintas de poner en marcha un
proyecto. Una es la del jardinero: plantando, regando… Capa a capa,
progresivamente, el jardín, el proyecto, va creciendo. Una sequía o una
inundación no acaban con él, pues ante una dificultad, una crisis, el jardinero
no abandona el proyecto: lucha, busca ayuda... Nada ni nadie acaba con su
jardín pues tiene un compromiso con él y consigo mismo. A veces tiene que tomar
decisiones difíciles, quizá prescindir de tal o cual planta, quizá cambiar de
abono, eliminar la mala yerba… Se adapta a los tiempos. Porque es su proyecto y
no lo abandona. No se va a ir a otro lado a construir un jardín nuevo. Sabe que
quizá ese nuevo jardín le ayude a olvidar la pérdida del anterior. Pero el
jardinero es sabio y sabe que en el nuevo jardín los problemas serán los
mismos. Pasará un tiempo y todas las dificultades anteriores, las que tuvo con
su anterior jardín y no resolvió, volverán. Así que permanece con su jardín trabajando
siempre en él. Son sus plantas, su proyecto. Un proyecto que cambia, que muta, que
crece y que sigue siempre vivo.
La otra manera de crear algo en la vida es la del
constructor. El constructor siempre levanta proyectos nuevos. Y los abandona cuando
cree que ya no funcionan. Apuesta por el cambio, embarcándose en nuevos
proyectos. Algunos piensan que ésta es la mejor manera de funcionar. Para
algunos obrar así les resulta audaz: cambiar, abandonar lo anterior, sumergirse
en un nuevo proyecto... Vivir “el aquí el ahora”. Pero la realidad es que los
constructores van dejando jardines abandonados a lo largo de su vida. Todo en
ella es un volver a empezar. De cero. No ha aprendido a enfrentarse a los
problemas. Piensa que estos vienen de fuera. Que la culpa es de tal inundación
o de tal sequía. “No aguanto esta situación”, dice el constructor. Y se va. En
el fondo el constructor destruye para después construir. Y repite errores con
cada nuevo jardín. No aprende. Porque no se enfrenta a los inconvenientes.
Escapa de ellos. No se hace más sabio por el camino. Lo único que hace es dejar
tierras abandonadas una vez les ha exprimido su jugo. Deja tierra quemada
detrás. Donde después será difícil que algo crezca de nuevo. Y llega un momento
que se queda sin fuerzas para emprender un proyecto nuevo, para levantarse y empezar
de cero de nuevo.
La forma de trabajar del jardinero no es actualmente la que
prima en nuestra sociedad. Así vemos proyectos que llevaban muchos años
funcionando que se abandonan a la primera de cambio. “La situación parecía
insostenible”, dicen. “No podemos aguantar así”. “Lo hemos intentando, pero
no”. Son constructores y destructores. Y se hacen viejos, pero no sabios. Una
forma de actuar producto de nuestra forma de vida. De la sociedad de consumo.
De la obsolescencia programada. Pero hay que cambiar el chip. Hay que defender
nuestros jardines, nuestros proyectos. Necesitamos jardineros en la cultura y
en nuestra vida y no constructores.
