Estos largos meses de crisis sanitaria han provocado que
todas las grietas que desde hace décadas atraviesan el mundo del arte y de la
cultura en nuestro país se agrandaran revelándose ahora como grandes fallas tectónicas
imposibles de cerrar. Por una parte, estamos viendo a ciertos políticos aplicando
sus arbitrarios gustos pasándose las buenas prácticas por donde la espalda
pierde su buen nombre aprovechando que el río social está revuelto. Por ejemplo,
el Ayuntamiento de Valladolid ha impuesto a la dirección del museo Patio
Herreriano una exposición de un artista que le mola al Consistorio. El director
del Patio ponía públicamente el grito en el cielo por esta injerencia. En vano.
Hace unos meses también, podíamos ver como con el apoyo del presidente de
Cantabria, Miguel Ángel Revilla, – delegado comarcal del Sindicato Vertical en
tiempos del Caudillo, dicho sea de paso- el artista Okuda embadurnaba con
colorines un espléndido faro cántabro a pesar de que cinco asociaciones
culturales reclamaban sin éxito la paralización del proyecto. La polémica
desatada, eso sí, ha servido para que una legión de turistas acudan a ver el
crimen. Serán los mismos que fueron antes a contemplar el famoso cuadro “Ecce
Homo” al pueblo de Borja. También hace unas semanas el ayuntamiento de Getafe ordenaba
colorear la última obra del reconocido arquitecto Miguel Fisac –en 2003 recibió
el Premio Nacional de Arquitectura- para “embellecerla”.
Parece que estamos asistiendo al nacimiento de un nueva vanguardia
artística encabezada por algunos miembros de la clase política y cuyo propósito
es llenar de alegría y color ciertos tristes rincones de España aplicando solazados
brochazos sobre cualquier superficie forme o no parte de nuestro patrimonio
cultural.
Por otra parte, las pérdidas que están sufriendo las industrias
del entretenimiento, la cultura, el arte, el ocio, afectadas hondamente por las
medidas sanitarias están provocando que nuestro tejido cultural se esté
literalmente hundiendo. Como la Atlántida, pero sin Homero. Y así, una gran
número de trabajadores de la cultura y creadores se han quedado sin ingresos,
especialmente los que trabajaban dentro de la “economía sumergida”. Y la
mayoría no lo hacía por libre elección, sino porque nuestras instituciones,
buena parte de ellas, han incumplido –y lo siguen haciendo- cualquier código de
buenas prácticas, evitando firmar contratos con los artistas o realizar pagos esgrimiendo
que “promocionan” sus trabajos.
Pero de lo que se trata es de salvar la maquinaria cultural
pública cueste lo que cueste aunque ya no genere cultura. En ese sentido es
obsceno ver la desproporción existente entre los salarios de algunos cargos
políticos y puestos de dirección institucional en materia de arte y cultura
dentro de un entorno exterior de insufrible precariedad de los sectores
culturales. Nunca la distancia entre la cultura institucional y la ciudadana
había sido tan grande. No hay solidaridad. Es un sálvese quien pueda.